La
persona encargada puso 152 personas en un bote. Cuando lo vimos, muchos
quisimos regresar, pero nos dijo que no nos devolvería el dinero. La parte baja
y la cubierta se llenaron de personas. Las olas comenzaron a meterse, por lo
que nos dijeron que tiráramos nuestras maletas por la borda. En el mar
golpeamos una piedra y nos empezamos a hundir. La parte baja se llenó de
agua. Estaba muy apretado como para moverse y todos empezamos a gritar. Mis
hijos Salman, de seis años, y Coral, de cuatro se encontraban a mi lado. Fuimos
los últimos en salir.
Estaba
muy oscuro y no podíamos ver nada. Las olas eran muy altas. No veía a mis hijos
y empecé a llamarlos a gritos
-
!Salmán, Coral!
Pero
todos gritaban al mismo tiempo y seguramente no me oyeron. Dios mío, pensé,
Coral no sabe nadar.
Llevaba
toda la ropa y los zapatos puestos. El chaleco salvavidas, de fabricación
china, era más bien un estorbo. La angustia me embargaba:
-
!Salmán, Coral! –grité de nuevo
De
pronto, reconocí su voz, era Coral. Me dirigí al lugar de donde parecía venir
el grito y, bendito sea Dios, la encontré, aterrorizada, medio hundida.
–
No te preocupes, mamá está aquí-- y la cogí de la mano.
Con
ello pareció calmarse. Ahora yo nadaba con dificultad, con una sola mano.
Entonces
noté que alguien me tocaba la espalda: ¡era Salman! Muy cansado, con el rostro desencajado.
Se
agarró de mi mano libre. Ahora tenía mis dos manos atadas a las manos de mis
hijos. ¡No podía nadar!
¡Íbamos
a ahogarnos los tres!
La
barca de salvamento era probablemente aquel punto de luz que cabeceaba en la
oscuridad del mar. Pero estaba muy lejos.
Yo
no podía más, tenía que soltar a uno de mis hijos. Pero ¿a quien soltar?
Tenía
que tomar una decisión terrible, urgentemente.
Pensé
que el chico se defendería mejor sólo.
No
sin dificultad solté su mano. Me agarró del chaleco: ¡nos hundíamos! Le pegué
un codazo en la cara y conseguí verme libre de su abrazo de angustia.
No
quise mirar atrás. Ya no se oía su voz.
Finalmente,
al cabo de una hora llega la lancha de salvamento. Todos nadamos hacia ella.
Coral y yo !estábamos vivas!
Miré
a Coral, tenía la cara amoratada, los labios hinchados y respiraba débilmente.
Pero estaba viva.
-
¡La niña primero, la niña primero- grité.
Nadie
me hacía caso.
Fuimos
las últimas en embarcar.
A
mí me ayudó un marinero, a mi hija otro, que se la dio a un tercero. La busqué a
ella y a Salman por todo el barco, pero estaba abarrotado y no podía moverme,
De
pronto, alguien me toca en el hombro, era un hombre con un chaleco blanco y una
cruz roja pintada en medio. Hace un gesto de asentimiento con la cabeza, como
diciendo, sígame, y me introduce en una tienda de lona pintada con la misma
cruz que él llevaba en el pecho. Aparta un trozo de lona y me enseña un pequeño
bulto envuelto en una manta térmica. Y me dice:
--Su
hija acaba de morir de agotamiento.
De
su hijo no sabemos nada.