lunes, 27 de julio de 2009

Calvinismo


(Dedicado a mi amiga Manu)

Amsterdam, 10 de la mañana. Me encuentro ante la Oude Kerk, Iglesia, Católica en principio, Calvinista después. La puerta está abierta, entro. El recinto no puede ser más espartano: no hay esculturas, ni altares, solo unos bancos y el estrado del predicador. Es una iglesia sin colorido, “pelada” ¡Me recuerda ¡una Mezquita!

La victoria de los Calvinistas en 1578 en Holanda fue la causa de que el interior del edificio se destruyera completamente. Su furia iconoclasta hizo que las imágenes de los santos y los altares desaparecieran y, sólo porque las bóvedas eran difíciles de alcanzar, se salvaron sus pinturas para la posteridad, aunque fueron repintadas varias veces. Pero ¿quién era Calvino?

Calvino era una especie de Ayatolah Jomeini del siglo XVI que instauró un régimen teocrático en la ciudad de Ginebra (Suiza). Una tiranía dogmática que sostenía que el verdadero creyente no debe acercarse a Dios con el alma exaltada por el arte, ni envuelto en una dulce nube de incienso, ni fascinado por la música, ni seducido por la belleza de las imágenes y esculturas supuestamente piadosas, en realidad blasfemas. Fuera de la Iglesia las idolatrías, las imágenes y las estatuas. Fuera de la mesa del Señor los adornos policromados, los misales y tabernáculos. Fuera con todo lo que voluptuosamente aturde el alma: ni música, ni órgano durante el servicio divino. Incluso las campanas han de guardar silencio.

Dice Calvino: “Si se observa al hombre únicamente desde el punto de vista de sus facultades naturales, no se encuentra, desde el cráneo hasta la planta del pie, la más mínima huella de bondad. Todo lo que hay en él un poco digno de alabanza, viene de la gracia de Dios… Toda nuestra justicia es iniquidad. Nuestros méritos, estiércol. Nuestra gloria, oprobio. Y lo mejor que sale de nosotros, está siempre contaminado y viciado por la impureza de la carne y mezclado con la inmundicia”.

Todo lo que alegra la vida y la hace digna de ser vivida fue prohibido por Calvino. Prohibidos el teatro, las diversiones, las fiestas populares, el baile y el juego. Incluso un deporte tan inocente como el patinaje sobre hielo suscita la envidia biliosa de Calvino. Prohibida cualquier vestimenta que no sea la mas sobria e incluso monacal. Se prohíben los vestidos con bordados en oro y plata, con galones, botones y hebillas doradas. Prohibidos los brindis, prohibida la caza, la volatería y la empanada. Prohibido, naturalmente, cualquier contacto sexual fuera del matrimonio. Prohibido, prohibido, prohibido. Una horrible cadencia.

Para vigilar las costumbres, instauró una policía religiosa, parecida a la "Mutawa" de Arabia Saudí. En cualquier momento puede sonar la aldaba contra la puerta y aparecer un policía para efectuar un registro. Manosea los vestidos de las mujeres para comprobar que no son demasiado largos, ni demasiado cortos, que no tienen plisados innecesarios, ni escotes peligrosos. Examina el cabello, que el peinado no se alce de un modo excesivamente artificioso, y cuenta en los dedos los anillos y en el armario los zapatos. Hurga para ver si hay algún libro que no tenga el sello de permiso de la censura del Consistorio. Revuelve los cajones, a ver si no hay alguna imagen de un santo o algún rosario escondidos.

El calvinismo se ha reinventado a sí mismo tan frecuentemente y con tanta hipocresía, en interés de retener su dominio sobre los crédulos, que si Calvino se despertara hoy, como Woody Allen en la película "Sleeper", no sería capaz de reconocer la fe que lleva su nombre.

Lectura recomendada: Castelio contra Calvino de Stefan Zweig

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