Paula tenía doce años. Un día en la cena familiar dice, con cierto
dramatismo:
Papá necesito un teléfono móvil.
-
¿Para qué?
-
Pues para estar conectada con mis amigas, todas lo tienen
¿No querrás que sea la única que no lo tenga? Es ridículo.
Paula estaba harta de los comentarios de sus amigas:
-
Jo, tía, que padre más tacaño, el mío me lo compró
enseguida.
El padre no veía clara la justificación económica:
-
Eso cuesta dinero ¿cómo lo piensas pagar?
-
Bueno, me lo deduces de mi paga semanal
-
¿Y si gastas más que tu paga?
La paga semanal de Paula eran 10 €, algo insuficiente para pagar la factura
del teléfono.
-
Pues me lo deduces de la siguiente
-
¿Y quien te compra el Terminal?
-
Lo pagaré con la factura mensual
-
¿Y ahora que no tienes teléfono cómo conectas con tus
amigas?
-
Nos vemos en clase, pero es un rollo no poderse conectar
por whatsapp. Además ¿Cómo me conecto al tuenti?
-
Pues en mis tiempos no teníamos teléfono móvil, nos
comunicábamos por el fijo y no nos ha pasado nada, mira, aquí estamos. Tus
abuelos no tenían ni siquiera teléfono ¿Y cómo les fue? Pues estupendamente.
-
Jo, Papá, estamos en otros tiempos ¿no lo entiendes?
El padre no comprendía como el teléfono era algo tan importante;
consideraba que los jóvenes tienen una dependencia obsesiva y enfermiza de las
pantallas que está orillando las relaciones personales
La niña no comprendía cómo, de todas sus amigas, ella era la única que no
tenía móvil. Consideraba la situación totalmente injusta. Es más, consideraba
que sus padres querían humillarla a propósito. No entendía tanta maldad. Eran
unos padres anticuados. No comprendía porqué, por usar el móvil se tienen que
resentir las relaciones personales.
Y esto me recuerda un letrero que ví un día en un Bar, decía: “No tenemos
guifi, hablen entre ustedes”.