La Ilustración, la Era de la Razón, o el Siglo de las Luces supuso una conquista de la civilización de cuyos beneficios somos tributarios hoy en día. El poder, para los ilustrados, ya no viene de Dios, como en el antiguo régimen, sino de un contrato o pacto social. Es esta una hipótesis explicativa de la autoridad política y del orden social. Se parte de la idea de que todos los miembros del grupo están de acuerdo por voluntad propia con el contrato social, en virtud de lo cual admiten la existencia de una autoridad, de unas normas morales y leyes, a las que se someten.
España, arrastrando el grave peso de su incultura, de su intolerancia y de su atraso, tardó siglos en adoptar estos principios y llevarlos a la práctica. En el siglo XX todavía había un dictador que hacía poner en las monedas: "Francisco Franco Caudillo de España por la Gracia de Dios".
Y, en pleno siglo XXI, hay una institución a la que le cuesta aceptar el principio del contrato social, porque, para ella, la autoridad sigue viniendo de Dios y sus leyes están por encima de las de los hombres. Como es natural, las leyes de Dios las interpretan ellos, los clérigos. Pero ¿qué ocurriría si nos gobernaran los clérigos y estuviéramos sujetos a las leyes de Dios, tal como ellos las interpretan?
Pues no tenemos que ir muy lejos para ver qué pasaría. Hay estados teocráticos como Irán, en donde vemos las consecuencias. Para empezar, los clérigos detentan todo el poder, político, militar, económico. La religión no admite la disidencia (la herejía) y, en política, no se tolera la más mínima oposición. Las otras religiones, las libertades básicas se persiguen. A la mujer se la humilla. Reina el terror.
Por eso es imposible que, por mucha coba que le demos al Secretario de Estado del Vaticano Monseñor Tarsicio Bertone- -¡hay que ver qué recepción le hemos dispensado!--, se pongan de acuerdo las sociedades democráticas, en las que impera la razón ilustrada, como la nuestra, y los ministros de una religión, como la de Monseñor Tarsicio Bertone, en la que gobierna la sinrazón de un Dios caprichoso y mas o menos cabreado.