martes, 12 de marzo de 2013

La escritura de Juan Ramón - Ejemplo


                                       ¡HERODES!

    Los chiquillos -¿veinte, trescientos, siete mil?, ¡la langosta infinita!- hacen de la Plaza de la Iglesia patio de su casa inexistente; y con gritos, silbidos y pedradas, amenazan derribar iglesia, acacias, torre y pueblo circundante.
Por una fatal combinación de esquinas, corrientes, bocacalles y simpatías, el escándalo total halla su más grande, sonora y exacta estre­lla de ecos en el hondo patio de mármol de doña Luisa, la cubanita, que, a esta hora, entor­nado el zaguán, echados toldos y persianas a los cristales de colores de la montera y ventanas del jardín, procura reposar, en bata blanca, su baño, meciéndose suavemente en su balancín entre las flores, abierto sobre el pecho su inmenso abanico de seda negra pintado de rosas reventonas, entrehablándole a su loro, otro ideal de los chiquillos, el cual, ¡el tal!, ini­cia cada tres segundos, verde y amarillito, la Marcha Real.
"Dormir, soñar, morir", etc. -como decía aquel librito raro y feo de don Guillermo Mac­pherson y otro antes, que trajo su hermano de Cádiz y que, por cierto, ahora que se acordaba, se había llevado Juanito Ramón-. "... ¡Indinos! ¡Hijos de Satanás! ¡Hijos de la Peal!". Y los chi­quillos gritan, el millón a la vez, silban como fle­chas, como locomotoras, corren más, tiran más piedras, una de las cuales, un chino blanco, re­dondo, precioso, frío, con nostaljia, sin duda, del mármol del patio de doña Luisa, se entra dere­cho como un torpedo, imprevisto como una estrella errante, por el zaguán, pasa, infalible, si­llas, plátanos, jaulas, todo, y hace, al fin, añicos un cristal grana de la última cancela.
Doña Luisa se levanta lívida, insultada, trájica, sofocada en blanco, imponente, henchida, un globo humano que cabeceara torpemente antes de soltarle las amarras, insuficiente su bata tropi­cal de mangas cortas y gran escote, que dejan verle la cruda y mate opulencia de su bien apun­tada cuarentez, a tal acumulada tempestad. Viene tropezando, en alas y olas de la ira, hasta el zaguán, abre de par en par, con un arrastre de piedras, la puerta de la calle y, enmedio del umbral, en un arranque apocalíptico para el que es grotesco escape su enmelada voz chillona, levanta los brazos gruesos al terrible cielo cobalto y, ante el instantáneo asombro de los chiquillos, risoteo, pronto y chunga jeneral, grita ahogán­dose: "¡Herodes, Herodes! ¿Dónde estás? ¡Ven aquí, buen Herodes!".
Juan Ramón Jiménez




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