¡HERODES!
Los
chiquillos -¿veinte, trescientos,
siete mil?, ¡la langosta infinita!- hacen de la Plaza de la Iglesia patio de su
casa inexistente; y con gritos, silbidos y pedradas, amenazan derribar iglesia,
acacias, torre y pueblo circundante.
Por una fatal combinación de
esquinas, corrientes, bocacalles y simpatías, el escándalo total halla su más
grande, sonora y exacta estrella de ecos en el hondo patio de mármol de doña
Luisa, la cubanita, que, a esta hora, entornado el zaguán, echados toldos y
persianas a los cristales de colores de la montera y ventanas del jardín,
procura reposar, en bata blanca, su baño, meciéndose suavemente en su balancín
entre las flores, abierto sobre el pecho su inmenso abanico de seda negra
pintado de rosas reventonas, entrehablándole a su loro, otro ideal de los
chiquillos, el cual, ¡el tal!, inicia cada tres segundos, verde y amarillito,
la Marcha Real.
"Dormir, soñar,
morir", etc. -como decía aquel librito raro y feo de don
Guillermo Macpherson y otro antes, que trajo su hermano de Cádiz y que, por cierto, ahora que se acordaba, se había llevado Juanito Ramón-. "... ¡Indinos! ¡Hijos
de Satanás! ¡Hijos de la Peal!". Y los chiquillos gritan, el millón a la vez, silban como flechas, como locomotoras, corren más, tiran más piedras, una de las cuales, un chino blanco, redondo, precioso, frío, con nostaljia, sin duda, del
mármol del patio de doña Luisa, se
entra derecho como un torpedo,
imprevisto como una estrella
errante, por el zaguán, pasa, infalible, sillas, plátanos, jaulas, todo, y hace, al fin, añicos un cristal grana de la última cancela.
Doña Luisa se levanta lívida,
insultada, trájica, sofocada en blanco, imponente, henchida, un globo humano
que cabeceara torpemente antes de soltarle las amarras, insuficiente su bata
tropical de mangas cortas y gran escote, que dejan verle la cruda y mate
opulencia de su bien apuntada cuarentez, a tal acumulada tempestad. Viene
tropezando, en alas y olas de la ira, hasta el zaguán, abre de par en par, con
un arrastre de piedras, la puerta de la calle y, enmedio del umbral, en un
arranque apocalíptico para el que es grotesco escape su enmelada voz chillona,
levanta los brazos gruesos al terrible cielo cobalto y, ante el instantáneo
asombro de los chiquillos, risoteo, pronto y chunga jeneral, grita ahogándose:
"¡Herodes, Herodes! ¿Dónde estás? ¡Ven aquí, buen Herodes!".
Juan Ramón Jiménez